jueves, 14 de febrero de 2013

Robinson Crusoe, Daniel Defoe

Releyendo los clásicos. Defoe publicó su Robinson en 1719, por lo que de pocas novelas se puede decir que sean anteriores. De las conocidas por el gran público, El Quijote y los viajes de Gulliver.
30 de septiembre de 1659. Yo, pobre y miserable Robinson Crusoe, habiendo naufragado durante una terrible tempestad, llegué más muerto que vivo a esta desdichada isla a la que llamé Isla de la Desesperación, mientras que el resto de la tripulación del barco murió ahogada.
Algunos clásicos de la literatura llegan a superar esa categoría y se convierten en algo así como cosas que siempre han estado ahí, incluso fuera de los libros. De hecho, cuando relees el Robinson, más que releer el libro te reencuentras con Robinson, como te reencuentras con alguien a quien hace mucho que no ves pero de cuyas andanzas nunca has dejado de estar al corriente.

En el caso de esta novela, me llama la atención el racismo que destila el protagosnista en cada una de sus acciones o de sus reflexiones. Quizá esté abusando del lenguaje al calificar a Robinson de racista ya que no tiene mucho sentido hacer hoy una evaluación moral de acciones llevadas a cabo hace cuatro siglos. En cualquier caso, asombra el convencimiento de Robinson de su supremacía sobre los salvajes, su crueldad con los animales, su afán por someter a la naturaleza y su fanatismo religioso.

La novela resulta entretenida, aunque en ocasiones el relato de sus acciones, encaminadas a ocultar su vivienda, a explorar su isla o a cultivar sus cerelaes, resulte un tanto pesado.

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