
Ataqué el libro buscando en él una peculiar guía de viajes que me permitiera preparar el viaje a NY. Sin duda, el libro es otra cosa. Es más una colección desordenada de impresiones que la ciudad y sus gentes provocan en el autor que una relación de lugares que ver o de cosas que hacer.
Tras la lectura, no puedo menos que envidiar el conocimiento, el gusto y la pasión que Muñoz Molina pone en la música. No es que sea mayor que el que pone en la literatura pero, en cierto modo, yo no ando escaso de gusto y pasión por los libros. Es un placer leerle perorar sobre Haydn, Cole Porter o George Gershwin. Es un placer raro, y muy especial, el que se obtiene de leer o escuchar a alguien que sabe de algo que tu no sabes pero que te gustaría saber. Realmente no es un saber, es más un moverse en el mundo, una cierta actitud vital.
El libro deja un regusto de amor por el aprendizaje, la exploración y el disfrute de cualquier forma de conocimiento o de experiencia artística. Y algunas escenas perdurarán en mi memoria, como Muñoz Molina asomado a la ventana viendo ensayar, a través de dos cristales y algún centenar de metros, a un quinteto de viento en la Juilliard School. O a Muñoz Molina perderse en el interior de uno de esos bares de Hopper.
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